Cuando estuvo seguro de que el museo había quedado cerrado y que ya no había nadie en todo el palacio, Vincenzo Perugia, miembro de la cuadrilla de mantenimiento del museo del Louvre, salió de su escondite y se dirigió a la sala dedicada al arte de los grandes maestros del Renacimiento. Sin mucho preámbulo, se acercó al cuadro que representaba a la mujer de la rara sonrisa y, ayudándose de ciertas herramientas que había preparado para el efecto, desprendió el pedazo de madera del marco con harto cuidado y se lo puso bajo el brazo para empezar a caminar rumbo a la salida que daba a la calle de Rivoli, por donde salió con toda tranquilidad.
jueves, junio 21, 2012
El marqués de Valfierno: ladrón refinado
Cuando estuvo seguro de que el museo había quedado cerrado y que ya no había nadie en todo el palacio, Vincenzo Perugia, miembro de la cuadrilla de mantenimiento del museo del Louvre, salió de su escondite y se dirigió a la sala dedicada al arte de los grandes maestros del Renacimiento. Sin mucho preámbulo, se acercó al cuadro que representaba a la mujer de la rara sonrisa y, ayudándose de ciertas herramientas que había preparado para el efecto, desprendió el pedazo de madera del marco con harto cuidado y se lo puso bajo el brazo para empezar a caminar rumbo a la salida que daba a la calle de Rivoli, por donde salió con toda tranquilidad.
sábado, abril 21, 2012
viernes, abril 13, 2012
De Sísifo, o sobre el tedio eterno
Hace un frío terrible al pie de la montaña. Seguramente estará nevando en las alturas. Sísifo considera esto un instante, pero se ríe amargamente cuando recuerda que a él ya no le importa: a menos que se le antoje, nunca tendrá que volver a subir hasta la cima empujando la pesada piedra sobre la que ahora, vencido por el destino, se sienta a esperar un alivio a su condición. El cuerpo de Perséfone, que había recibido la encomienda de los dioses de descarnarle el lomo a latigazos cada que pretendiera descansar, hace muchas décadas que se convirtió en un fino polvo que los vientos difuminaron inmediatamente alrededor de la montaña. Los dioses también han muerto, aunque ellos nunca pensaron que esta irregularidad en sus naturalezas podría llegar a ocurrir –la característica más curiosa de las irregularidades, precisamente, es su elemento inesperado– y Sísifo vive abandonado a las faldas de un triste cerro. No lo visita nadie, pues nadie existe ya aparte de él.
Como ha sucedido invariablemente cada uno de los incontables días de cada uno de los innumerables años de cada uno de los múltiples siglos que lleva ahí sentado, a Sísifo le vuelve a la mente el último viaje que hizo a la cima de esa topografía en el fondo del Tártaro. El trámite, en su ausencia de sentido, se había vuelto ya mecánico: empujaba su piedra cuesta arriba hasta casi llegar a la cima, pero cuando estaba por alcanzar el final la piedra resbalaba y volvía hasta el origen. Entonces Sísifo, desalentado pero a la vez conocedor de su ineludible suerte, volvía a bajar hasta las faldas de la montaña a empezar otra vez con la frustrante y fútil tarea. Aquel último trayecto lo llevó a cabo sin sentir un solo latigazo. No había volteado atrás, pero de cualquier forma trató de no descansar mucho para evitar los flagelos. Pensaba que tal vez la reina del inframundo se había distraído, aunque eso nunca había sucedido en el pasado. Sísifo se sintió profundamente solo esa última ocasión que desanduvo ese camino tantas veces recorrido. No dio crédito a sus ojos cuando, al pararse junto a la piedra que había quedado inmóvil en su rodar, descubrió que Perséfone yacía sin vida algunos metros más adelante. Su rostro estaba congelado, las facciones contorsionadas en una mueca de dolor, y su cuerpo rígido como el de un artrítico. Se sorprendió al darse cuenta de lo vieja que era. Desde ese momento estaría solo en el Tártaro, y sus ojos brillaron una vez más albergando la esperanza de una tercera fuga.
Ahora que la vejez no lo podía matar y que, suponiendo que lo matara, no lo enviaría a ningún otro lugar, se lamentaba de su amargo destino. Años atrás, ansioso por volver a escuchar la voz de los otros hombres, había ido en busca de Tántalo; pero mil veces se había topado con que los otros lugares habían dejado de existir. Deseoso de platicarle a alguien sus desventuras, había gritado el nombre de Prometeo; pero el eco le había devuelto una y otra vez su voz desde la oscuridad que lo rodeaba. Arrepentido de su falta de deferencia para con los dioses, había pedido perdón a Zeus, esperando que éste se apiadara de él y lo mandara de vuelta a la tierra: Zeus tampoco había respondido a sus devotas oraciones. No había tardado mucho en darse por vencido y sentarse a esperar que la eternidad también acabase para él.
Desde hacía muchos años, el antiguo rey y fundador de Éfira, el inclemente salteador de caminos, el astuto zorro que había encadenado a la muerte y engañado a la soberana del Hades, se había resignado a esperar con paciencia un cambio en el orden de las cosas, y el aburrimiento no lograba asesinarlo porque los muertos ya no se mueren.
Sin quererlo así, los dioses habían castigado a Sísifo con el peor de los tormentos: lo habían hecho víctima del tedio eterno.
martes, marzo 20, 2012
Otto Dix: en las tierras donde el sol espera
En las tierras donde el sol espera, sale la luna a diario y se meten las estrellas a cobijarse tras del manto de ocres tonos. Nada asoma. Todo esconde. Todo muere, pero de a poco. En el tildado melonzuelo de la noche, los hijoeputas danzan al son de la trastienda, y la trastienda corroe, y lo corrosivo amarga, y la amargura depura cuando lo depurado ha quedado ya presa del pánico de aquellos que estuvieron muertos, que revivieron, que siguieron quejándose del dolor de muelas que les provocara infartos, para luego acomodarse en un sillón forrado de terciopelo color verde botella, las patas largas enfundadas en calcetines de seda y opera pumps lustrosas descansadas en taburetes de desgastado cuero en capitón.
Las golfas, desnudas de un pecho pero cubriendo de sutil manta transparente el otro – más fláccido aún – son retratadas por Otto Dix, que menea el hábil pincel sobre la tela, enojado, angustiado ante la degeneración tan presente; molesto por poseer el conocimiento de la decadencia; abrumado por el estupor de la frivolidad, y amargado por maldita la culpa de todo ello. Un talento más que surge de la contradicción del mundo que avanza como cangrejo, del universo de los miopes que contiene tan sólo lo evidente a corta vista, lo que siendo para ellos lo esencial, para los sabios equivale a aquello que merece ser esparcido por el limbo del olvido con un soplido de desdén.
Otto Dix, que pinta a las putas y bosqueja decadentes rostros de burgueses barrigones revestidos de atuendos ridículos, se lame el bigote que, por no estar ahí, falla en adornarle el labio superior – donde normalmente adornan los bigotes, que para los de nariz ganchuda fungen como plumones que subrayan, connotando lo pantagruelesco – : luego saldrá del estudio, furioso, a seguir observando el sórdido espectáculo del Berlín de entreguerras, espacio deleznable en donde los que han sobrevivido a la horrenda tragedia se sumen en una nueva, más despreciable aún que los desastres de la guerra napoleónica que Goya criticara con su también amargado pincel, con sus carbones y con sus sombras y sus luces jugando entre ventanas y muros de
Afortunadamente, se dice el pintor, riendo cual hechicera de cuentos que se relatan para asustar infantes malogrados, vendrá otro terrible encontronazo de ejércitos bestiales, vendrán más bombardeos (inimaginables aún), y volverá a explotar el incontenible odio que se profesan los únicos seres que Dios, habiéndolos creado a su imagen y semejanza, hizo dignos de ser destruidos por sí mismos hasta las últimas consecuencias.
En los pasajes, lúgubres túneles que conectan los espacios abiertos de la ciudad dolida, cunden el miedo, el temor y el pavor; entre vómitos de olores que serán recordados, se revuelcan borrachos que están mejor que los que no han bebido ajenjo, porque se alejan de lo incontemplable. Lo que perturba no es problema de ellos ahora, pero lo será cuando la curda les invada cada nervio y les haga temblar y les recuerde la vida que no merece ser vivida, y les ponga de nuevo en el escenario de lo que ya no vale la pena descifrar, porque se ha podrido por completo. Otto Dix contempla el espectáculo grotesco de los hombres cubiertos de sombreros de copa, fieltros moldeados sobre cuero, empolvados y añejos, que balancean bastones pretenciosos en sus muñecas y se pasean enganchados de los antebrazos, ajenos a la desventura humana que pulula entorno a ellos. Los miserables mueren de hambre, los tullidos de dolor, los cercenados de gangrena, las meretrices de males desconocidos y los niños huérfanos de olvido, mientras distantes y risueños los burgueses se pasean camino a la siguiente farra en el próximo burdel que les abra las piernas.
Nada asoma y todo esconde. ¿Qué diría Ensor? Quizá haya dicho todo, con sus pinturas de aceite que formaron calaveras, máscaras, carnes descompuestas y sangre de obispos corruptos en telas coloreadas de burla, de desprecio, de preferencia por lo ausente, ante la presencia de tanta inverosimilitud y tan variopinta humanidad nefanda. Y el círculo se cierra para volver a repetir la historia en el infame punto ya vivido.
Siglo veinte cambalache, problemático y febril, el que no llora no mama y el que no afana es un gil – al terminar la frase conocida, una alta escultura de carne pálida y hueso firme refunfuña: “odio a los que terminan las frases preconcebidas” – y los descartables asienten, porque siempre hacen lo mismo cuando creen que pueden solidarizarse con quien tiene el coraje de hacer afirmaciones que ellos tienen miedo de proferir. James Ensor se carcajea, histérico, en su decepción ante el panorama desprovisto de bondad e invadido de egoísmo, y Dix se mete en su estudio, cuarenta años más tarde, para seguir plasmando en lienzos que huelen a bilis las escenas de una decadencia que terminará por repetirse ad infinitum, como si la misma mereciera ser recordada para gloria y eternidad de la naturaleza infame de lo humano.
martes, febrero 28, 2012
2am
jueves, febrero 23, 2012
El moro del velo blanco
Al tintorero enmascarado, ahora que hago memoria, sí lo vi alguna vez. Esa noche no sólo estaba él. Todo sucedió afuera de una iglesia. Parece que era en el pueblo de San Miguel el Alto. ¿El templo? La parroquia de San Miguel Arcángel. Daban misa de gallo, a eso de las doce de la noche – a juzgar por las campanadas que se sucedieron al compás, rítmicas, cadenciosas – y una calma chicha reinaba, omnipotente, en el aire caliente.
Dice el cuento asiático que iba el hombre siempre acompañado de dos ciegos, que habían osado contemplarlo en la cara y por su desfachatez habían sido castigados. El profeta – continúa diciendo la historia pasada gracias a la tradición oral – era de un rostro blanco deslumbrante, que cegaba e incluso mataba si uno se afanaba demasiado en observar a través de ojos vaciados de color. Se cubría la faz con una manta de seda virgen, y le colgaban a modo de tientos piedras preciosas de jade, de rubí, madreperlas y pedazos simétricamente tallados de resplandeciente concha nácar.
El ciego del puerto del sur habló una vez de Hákim de Merv, pero ese vivió muchos años atrás. Al que yo vi lo encontré antes de que Allende se levantara en armas, pero no mucho antes. La primera década del año de 1800 corría, y estoy seguro de que no pudo haber sido después. ¿Un impostor de otro impostor? Seguramente. Las ilusiones de los pueblos por ver vueltos a los que prometían mejores futuros y que desaparecieron en condiciones misteriosas – como Sebastián el deseado, el Rey Arturo de Inglaterra o Federico Barbarroja – provocan solamente la germinación de leyendas. Desgraciadamente, siempre la verdad es más cruda, más llana e infinitamente más decepcionante.
Yo miraba desde una posición sesgada, pero con la cercanía suficiente para entender los murmullos, para discernir las palabras y para escuchar lo que ascendentemente se convertía en jaleo. El hombre del misterio iba vestido modestamente: unos harapos grisáceos y sucios, acomodados como Dios le había dado a entender, le cubrían el cuerpo que se adivinaba escuálido. El velo blanco, que debía ser de un material tan fino como la seda, para permitirle ver los escalones que se le presentaban, no tenía adorno alguno. Los ciegos que lo acompañaban se colgaban cada uno de un brazo, como hacen los ciegos para poder avanzar sin riesgo. Fue el padre prior – el que debía serlo – quien primero habló. Le retó por andar cubierto al pretender entrar a la casa del Señor; el hombre respondió en acento que podía ser mudéjar, o quizá del norte del África, que él veneraba a Alá. El cura insistió en que en las Españas eso ya no existía, y que Dios era uno y trino; el moro, incólume y flanqueado por sus ciegos, se mantuvo serio y dijo que no comulgaba con ello, que no había más dios que Alá, y que Mahoma era su profeta. Se armó la rebatinga; los curas empezaron a empellones; el ciego se desplazaba con suaves movimientos, esquivando los embistes, y al mismo tiempo conservando el apoyo a sus invidentes. El padre que acompañaba al prior aprovechó un momento en que éste lanzó un manotazo al hombro siniestro del moro para arrancarle el velo de la cara. Lo que siguió fue pasmo, y la calma chicha de la noche se acentuó.
El asco me orilló a entrar en el templo. Recé por el infeliz leproso, por los ciegos que no lo eran, y por los curas que habían sido temerarios e irrespetuosos de la fe ajena. Recé también por la obligación que debía cumplirse: el Santo Oficio juzgaba a quien no seguía los mandatos impuestos a sus fieles. Recé, por último, por que Dios perdonara mi cobardía. En el fondo de la nave, un Cristo de marfil me contemplaba con gesto que recriminaba mi presencia.
No quise salir antes de que la misa terminara y que los feligreses se ausentaran. Sentado en una de las bancas laterales, poco a poco me fui quedando dormido. Un rayo de luz que entraba en diagonal por los altos marcos de las puertas de encino me despertó cuando pretendía empezar a tostarme la cara.
Cuando salí a la plaza y me espabilé, advertí la presencia de varios indios que hablaban entre ellos, azorados, con el volumen murmullado que caracteriza el hablar de estas gentes. La plancha se iba llenando de curiosos; la gente se asomaba por los balcones; los carros de tiro se detenían, y yo entendí tarde por qué. Del laurel más alto del cuadro principal colgaban sin ondear los cuerpos sangrantes, cercenados de masculinidad, de dos curas desnudos.
Maclovio Colunga, San Pedro Tlaquepaque, febrero de 2012.
martes, febrero 21, 2012
La causa remota de la existencia del redentor
Acerca de mí
- La Cosa Mostra
- COSAMOSTRA es el heterónimo colectivo de 7 que se encontraron por azar, se reunen por necedad y han decidido escribir por necesidad.