Al tintorero enmascarado, ahora que hago memoria, sí lo vi alguna vez. Esa noche no sólo estaba él. Todo sucedió afuera de una iglesia. Parece que era en el pueblo de San Miguel el Alto. ¿El templo? La parroquia de San Miguel Arcángel. Daban misa de gallo, a eso de las doce de la noche – a juzgar por las campanadas que se sucedieron al compás, rítmicas, cadenciosas – y una calma chicha reinaba, omnipotente, en el aire caliente.
Dice el cuento asiático que iba el hombre siempre acompañado de dos ciegos, que habían osado contemplarlo en la cara y por su desfachatez habían sido castigados. El profeta – continúa diciendo la historia pasada gracias a la tradición oral – era de un rostro blanco deslumbrante, que cegaba e incluso mataba si uno se afanaba demasiado en observar a través de ojos vaciados de color. Se cubría la faz con una manta de seda virgen, y le colgaban a modo de tientos piedras preciosas de jade, de rubí, madreperlas y pedazos simétricamente tallados de resplandeciente concha nácar.
El ciego del puerto del sur habló una vez de Hákim de Merv, pero ese vivió muchos años atrás. Al que yo vi lo encontré antes de que Allende se levantara en armas, pero no mucho antes. La primera década del año de 1800 corría, y estoy seguro de que no pudo haber sido después. ¿Un impostor de otro impostor? Seguramente. Las ilusiones de los pueblos por ver vueltos a los que prometían mejores futuros y que desaparecieron en condiciones misteriosas – como Sebastián el deseado, el Rey Arturo de Inglaterra o Federico Barbarroja – provocan solamente la germinación de leyendas. Desgraciadamente, siempre la verdad es más cruda, más llana e infinitamente más decepcionante.
Yo miraba desde una posición sesgada, pero con la cercanía suficiente para entender los murmullos, para discernir las palabras y para escuchar lo que ascendentemente se convertía en jaleo. El hombre del misterio iba vestido modestamente: unos harapos grisáceos y sucios, acomodados como Dios le había dado a entender, le cubrían el cuerpo que se adivinaba escuálido. El velo blanco, que debía ser de un material tan fino como la seda, para permitirle ver los escalones que se le presentaban, no tenía adorno alguno. Los ciegos que lo acompañaban se colgaban cada uno de un brazo, como hacen los ciegos para poder avanzar sin riesgo. Fue el padre prior – el que debía serlo – quien primero habló. Le retó por andar cubierto al pretender entrar a la casa del Señor; el hombre respondió en acento que podía ser mudéjar, o quizá del norte del África, que él veneraba a Alá. El cura insistió en que en las Españas eso ya no existía, y que Dios era uno y trino; el moro, incólume y flanqueado por sus ciegos, se mantuvo serio y dijo que no comulgaba con ello, que no había más dios que Alá, y que Mahoma era su profeta. Se armó la rebatinga; los curas empezaron a empellones; el ciego se desplazaba con suaves movimientos, esquivando los embistes, y al mismo tiempo conservando el apoyo a sus invidentes. El padre que acompañaba al prior aprovechó un momento en que éste lanzó un manotazo al hombro siniestro del moro para arrancarle el velo de la cara. Lo que siguió fue pasmo, y la calma chicha de la noche se acentuó.
El asco me orilló a entrar en el templo. Recé por el infeliz leproso, por los ciegos que no lo eran, y por los curas que habían sido temerarios e irrespetuosos de la fe ajena. Recé también por la obligación que debía cumplirse: el Santo Oficio juzgaba a quien no seguía los mandatos impuestos a sus fieles. Recé, por último, por que Dios perdonara mi cobardía. En el fondo de la nave, un Cristo de marfil me contemplaba con gesto que recriminaba mi presencia.
No quise salir antes de que la misa terminara y que los feligreses se ausentaran. Sentado en una de las bancas laterales, poco a poco me fui quedando dormido. Un rayo de luz que entraba en diagonal por los altos marcos de las puertas de encino me despertó cuando pretendía empezar a tostarme la cara.
Cuando salí a la plaza y me espabilé, advertí la presencia de varios indios que hablaban entre ellos, azorados, con el volumen murmullado que caracteriza el hablar de estas gentes. La plancha se iba llenando de curiosos; la gente se asomaba por los balcones; los carros de tiro se detenían, y yo entendí tarde por qué. Del laurel más alto del cuadro principal colgaban sin ondear los cuerpos sangrantes, cercenados de masculinidad, de dos curas desnudos.
Maclovio Colunga, San Pedro Tlaquepaque, febrero de 2012.
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