Me acuerdo que se reborujaba el pelo chino con cierta desesperación. Estaba de pie, muy erguido. A alguien esperaba frente a una iglesia que parecía estar en completo abandono desde épocas inmemoriales. Se entretenía mirando con expresión burlesca a las personas que iban pasando. Fue tanta la curiosidad que me causó su ridículo atuendo que me detuve unos minutos a analizarlo, escondiéndome detrás de un mezquite.
Se trataba de un tipo más bien narizón y de cara un tanto larga. Se había atrevido a ponerse un traje de terciopelo rojo – como el del tío Francis, pensé – y se apretaba el cuello con una corbata muy delgada. Demasiado delgada. Por el bolsillo superior del saco le asomaba, en desorden, un pañuelo de rayas rosas y azules. Creo acordarme que de un momento a otro se empezó a poner nervioso, y en su inquietud de pronto recargó la suela del zapato derecho sobre la pared que le quedó más cerca. Se rió, tal vez al darse cuenta que imitaba la famosa postura de la garza, y sin querer enseñó un calcetín que cazaba con el diseño del pañuelo de colores. La ridiculez de su vestimenta – decidí en ese instante – podía pasar por divertida. Creo que fue cuando yo estaba llegando a esta conclusión que me vio. Su expresión había pasado de lo burlesco a lo melancólico. Me miró durante un tiempo que yo juzgué demasiado largo. Luego, mientras se ajustaba las mancuernillas con gesto que quería disimular su nerviosismo, se volteó y caminó hacia la banqueta, alejándose de donde yo estaba. Con fingida calma se subió a una motoneta gris, vieja pero simpática, y se fue zigzagueando entre los coches.
Diez años después lo volví a ver... y lo reconocí. Estoy segura que él también me reconoció a mí. No sé si en verdad haya borrado ese momento de su mala memoria, pero algo me dice que se niega a aceptar que me recuerda.
Hoy lo conozco bien. Pero aquel día, afuera de la iglesia, nunca hubiera creído que ese joven que se paraba como garza fuera tan corajudo y tan atormentado. Un sujeto que me pareció a primera vista nervioso resultó ser un gran aficionado a postergar sus obligaciones y un experto en prolongar las horas de la mañana recargando la cabeza en la almohada. Sin embargo, su carácter es contradictorio: así como puede ser de una pasividad absoluta y alarmante, cuando está de buen humor es capaz de sentarse a escribir frente a la computadora durante días, descansando solamente para leer algunas páginas que alumbra con la tenue luz de una lámpara adornada con pelos de chivo.
Maclovio Colunga (DdY)Se trataba de un tipo más bien narizón y de cara un tanto larga. Se había atrevido a ponerse un traje de terciopelo rojo – como el del tío Francis, pensé – y se apretaba el cuello con una corbata muy delgada. Demasiado delgada. Por el bolsillo superior del saco le asomaba, en desorden, un pañuelo de rayas rosas y azules. Creo acordarme que de un momento a otro se empezó a poner nervioso, y en su inquietud de pronto recargó la suela del zapato derecho sobre la pared que le quedó más cerca. Se rió, tal vez al darse cuenta que imitaba la famosa postura de la garza, y sin querer enseñó un calcetín que cazaba con el diseño del pañuelo de colores. La ridiculez de su vestimenta – decidí en ese instante – podía pasar por divertida. Creo que fue cuando yo estaba llegando a esta conclusión que me vio. Su expresión había pasado de lo burlesco a lo melancólico. Me miró durante un tiempo que yo juzgué demasiado largo. Luego, mientras se ajustaba las mancuernillas con gesto que quería disimular su nerviosismo, se volteó y caminó hacia la banqueta, alejándose de donde yo estaba. Con fingida calma se subió a una motoneta gris, vieja pero simpática, y se fue zigzagueando entre los coches.
Diez años después lo volví a ver... y lo reconocí. Estoy segura que él también me reconoció a mí. No sé si en verdad haya borrado ese momento de su mala memoria, pero algo me dice que se niega a aceptar que me recuerda.
Hoy lo conozco bien. Pero aquel día, afuera de la iglesia, nunca hubiera creído que ese joven que se paraba como garza fuera tan corajudo y tan atormentado. Un sujeto que me pareció a primera vista nervioso resultó ser un gran aficionado a postergar sus obligaciones y un experto en prolongar las horas de la mañana recargando la cabeza en la almohada. Sin embargo, su carácter es contradictorio: así como puede ser de una pasividad absoluta y alarmante, cuando está de buen humor es capaz de sentarse a escribir frente a la computadora durante días, descansando solamente para leer algunas páginas que alumbra con la tenue luz de una lámpara adornada con pelos de chivo.
1 comentario:
¿Soy, quizás, el único lector de esta suerte de nostalgia real visceralista?
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