martes, febrero 28, 2012

2am



Me llega un mensaje de madrugada. Apenas se ilumina la pantalla pero la ráfaga me da en los ojos. Un pequeño texto hiere los ojos que no se acostumbran, dice: "Me debes varios despertares".

El número desconocido, una clave que no atino a ponerle geografía. Quizá se haya perdido ese deseo hecho mensaje entre tantas frecuencias. Siempre he desconfiado de las ondas hertzianas, no se diga de las de nombre más complicado.

El sueño se escapa y pienso en todas las acreedoras de mi vida. Sin duda soy deudor de sueños y esperanzas. De herencias y de niños que nunca bajaron del cielo. Soy silencio en muchas posibilidades, espacio y pausa.

Pienso en ti y en la mañana que me ha atrapado con tu pensamiento insomne. Pienso que es el primer despertar que te recupero.

Rafael Tobias



jueves, febrero 23, 2012

El moro del velo blanco


Al tintorero enmascarado, ahora que hago memoria, sí lo vi alguna vez. Esa noche no sólo estaba él. Todo sucedió afuera de una iglesia. Parece que era en el pueblo de San Miguel el Alto. ¿El templo? La parroquia de San Miguel Arcángel. Daban misa de gallo, a eso de las doce de la noche – a juzgar por las campanadas que se sucedieron al compás, rítmicas, cadenciosas – y una calma chicha reinaba, omnipotente, en el aire caliente.

Dice el cuento asiático que iba el hombre siempre acompañado de dos ciegos, que habían osado contemplarlo en la cara y por su desfachatez habían sido castigados. El profeta – continúa diciendo la historia pasada gracias a la tradición oral – era de un rostro blanco deslumbrante, que cegaba e incluso mataba si uno se afanaba demasiado en observar a través de ojos vaciados de color. Se cubría la faz con una manta de seda virgen, y le colgaban a modo de tientos piedras preciosas de jade, de rubí, madreperlas y pedazos simétricamente tallados de resplandeciente concha nácar.

El ciego del puerto del sur habló una vez de Hákim de Merv, pero ese vivió muchos años atrás. Al que yo vi lo encontré antes de que Allende se levantara en armas, pero no mucho antes. La primera década del año de 1800 corría, y estoy seguro de que no pudo haber sido después. ¿Un impostor de otro impostor? Seguramente. Las ilusiones de los pueblos por ver vueltos a los que prometían mejores futuros y que desaparecieron en condiciones misteriosas – como Sebastián el deseado, el Rey Arturo de Inglaterra o Federico Barbarroja – provocan solamente la germinación de leyendas. Desgraciadamente, siempre la verdad es más cruda, más llana e infinitamente más decepcionante.

En todo caso, la vuelta del tintorero enmascarado, del profeta charlatán que fue atravesado por lanzas en los últimos años del siglo octavo de nuestra era (ciento y tantos de la Hégira), no podía ser atractiva para nadie. La vuelta a la existencia de un ser tan deleznable no podía ser más que repudiada por quienquiera que conociera la historia.

El moro de San Miguel era otro: un hombre tan feo que resultaba incontemplable. El castigo por la observación de sus deformidades no era la ceguera – como también éste vaticinaba – sino el rechazo más absoluto, la náusea incontenible, el vómito estrepitoso en forma de cascada y el debilitamiento consiguiente de todos los miembros del cuerpo, los temblores que siguen a las fiebres que atolondran, y el mareo insoportable de quien ha quedado vaciado de humores.

En el atrio de la iglesia lo abordaron dos jesuitas. Dicen que uno de ellos era el prior. Yo nunca lo corroboré, pues al día siguiente tuve que salir a caballo para Guanajuato, con el barullo y el desorden que se armó en San Miguel luego de que se fortalecieron las filas de los soldados realistas, cuando llegó la voz al pueblo de que el indio Cleto había delatado al cura de Dolores.

Yo miraba desde una posición sesgada, pero con la cercanía suficiente para entender los murmullos, para discernir las palabras y para escuchar lo que ascendentemente se convertía en jaleo. El hombre del misterio iba vestido modestamente: unos harapos grisáceos y sucios, acomodados como Dios le había dado a entender, le cubrían el cuerpo que se adivinaba escuálido. El velo blanco, que debía ser de un material tan fino como la seda, para permitirle ver los escalones que se le presentaban, no tenía adorno alguno. Los ciegos que lo acompañaban se colgaban cada uno de un brazo, como hacen los ciegos para poder avanzar sin riesgo. Fue el padre prior – el que debía serlo – quien primero habló. Le retó por andar cubierto al pretender entrar a la casa del Señor; el hombre respondió en acento que podía ser mudéjar, o quizá del norte del África, que él veneraba a Alá. El cura insistió en que en las Españas eso ya no existía, y que Dios era uno y trino; el moro, incólume y flanqueado por sus ciegos, se mantuvo serio y dijo que no comulgaba con ello, que no había más dios que Alá, y que Mahoma era su profeta. Se armó la rebatinga; los curas empezaron a empellones; el ciego se desplazaba con suaves movimientos, esquivando los embistes, y al mismo tiempo conservando el apoyo a sus invidentes. El padre que acompañaba al prior aprovechó un momento en que éste lanzó un manotazo al hombro siniestro del moro para arrancarle el velo de la cara. Lo que siguió fue pasmo, y la calma chicha de la noche se acentuó.

La audacia del cura había descubierto una cara que se despedazaba por momentos. Nariz ya no tenía; un ojo le colgaba encima del pómulo, goteante de un líquido verdoso. Algo de pelo le quedaba, ensortijado, sobre la parte frontal de la cabeza. El labio parecía leporino; las llagas le comían los cachetes, y la frente le sangraba profusamente.

Aprovecharon el pasmo de los curas los acompañantes del leproso para despojar a los sacerdotes de sus joyas. Diestros en el arte del movimiento veloz, no tardaron muchos instantes en dejarlos completamente desprovistos de adornos. El hombre que ya no tenía velo permanecía bien plantado en ambos pies, y su cara destrozada y sanguinolenta no tenía más movimiento que el propio arrastrar de los gusanos que se alimentaban de su carne putrefacta.

El asco me orilló a entrar en el templo. Recé por el infeliz leproso, por los ciegos que no lo eran, y por los curas que habían sido temerarios e irrespetuosos de la fe ajena. Recé también por la obligación que debía cumplirse: el Santo Oficio juzgaba a quien no seguía los mandatos impuestos a sus fieles. Recé, por último, por que Dios perdonara mi cobardía. En el fondo de la nave, un Cristo de marfil me contemplaba con gesto que recriminaba mi presencia.

No quise salir antes de que la misa terminara y que los feligreses se ausentaran. Sentado en una de las bancas laterales, poco a poco me fui quedando dormido. Un rayo de luz que entraba en diagonal por los altos marcos de las puertas de encino me despertó cuando pretendía empezar a tostarme la cara.

Cuando salí a la plaza y me espabilé, advertí la presencia de varios indios que hablaban entre ellos, azorados, con el volumen murmullado que caracteriza el hablar de estas gentes. La plancha se iba llenando de curiosos; la gente se asomaba por los balcones; los carros de tiro se detenían, y yo entendí tarde por qué. Del laurel más alto del cuadro principal colgaban sin ondear los cuerpos sangrantes, cercenados de masculinidad, de dos curas desnudos.

Maclovio Colunga, San Pedro Tlaquepaque, febrero de 2012.

martes, febrero 21, 2012

La causa remota de la existencia del redentor

"En 1517, el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros, que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas..."

Jorge Luis Borges en "Historia universal de la infamia"

lunes, febrero 06, 2012

El falo del diablo en un sótano oscuro


"Te he puesto en el centro del mundo para que puedas mirar más fácilmente a tu alrededor y veas todo lo que contiene. No te he creado ni celestial ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que seas libre educador y señor de ti mismo, y te des por ti mismo tu propia forma. Tú puedes degenerar hasta el bruto, o, en libre elección, regenerarte hasta lo divino. Sólo tú tienes un desarrollo que depende de tu voluntad y engendras en ti los gérmenes de toda vida".

Carta de Dios Padre a Pico della Mirandola


Llueve afuera desde hace varios días, quizá semanas. El frío habría hecho pensar que una lluvia tan pertinaz sería improbable, y sin embargo los meteorólogos siempre se equivocan. Al igual que los economistas, pasan parte de su tiempo en explicar lo que va pasar, y otra significativa parte en explicar what went wrong y por qué las predicciones – tan meticulosamente analizadas, tomando en consideración todas las variables – no se verificaron en la realidad.

La pequeña ciudad de Amstetten no puede ser más aburrida. Con sus casitas clasemedieras perfectamente alineadas una al lado de la otra, con sus jardincitos clasemedieros dando la bienvenida al interior amaderado a visitantes inasistentes; con sus chimeneas clasemedieras humeando aquí y allá; con su típica y clasemediera falta de personalidad. Los desastres de la guerra – Goya vivió otra igualmente horrible a la Segunda Gran Guerra, con ahorcados, despedazados, descuartizados y desmembrados –, no sólo se reflejan en la muerte y la destrucción, en las mutilaciones y los desconsuelos de los que son desprendidos de hijos y madres, sino en la horrible necesidad posterior de reconstruir lo milenario… siempre con el mal gusto de quien impone lo eficiente.

Los jardincitos se mojan y amanecen ya no con rocío, sino empapados y encharcados aquí y allá. Tal vez en un par de meses deje de llover, para que el clima dé paso a la nieve. No hay remedio. La depresión es inevitable, a pesar de que todas las necesidades alimenticias y demás temas fisiológicos estén perfectamente cubiertos y atendidos.

En el interior de la casa blanca marcada por fuera con el número 25 de la Klosterstrasse reina una paz aparente. Dentro no hay lluvia, y los techos bien sellados por un ex ingeniero de una genialidad propia de ingenieros que hacen honor al apelativo que se les aplica por sólo obtener un título universitario aíslan por completo el desquiciante y constante ruido que provocan las gotas gruesas de agua al golpetear contra las superficies.

En sendos sillones reclinables de la única sala de la limpia casa están sentados un hombre bien vestido, de cuidado bigote blanco y repeinados pelos bien tupidos y cortados con disciplina, y una señora de faz resignada, dueña de una de esas gorduras contundentes y rollizas propias de los que comen papas y harinas para soportar los crueles fríos de los inviernos inclementes. Su conversación es la natural en un matrimonio bien constituido de hijos que se fueron años ha; un matrimonio nunca destrozado por furias y recelos, por rabietas y traiciones, por pasiones y lujurias. La conversación de los que se casaron porque había que casarse, y esperan morir juntos. La conversación silenciosa de los viejos que se han cansado de vivir.

El viejo tiene un nombre que se puede olvidar; ella también. Nadie los visita, y la resignación al tedio impera en la casa. Leyendo el periódico local, él ignora a la señora que contempla el vacío, quizá recordando tiempos mejores, o posiblemente esperando morir para acabar con la desesperante tranquilidad.

A Elizabeth, sin embargo, todo esto le queda demasiado lejos. Recluida en un sótano frío, construido para esconderla ahí hace veinticuatro años por su padre, un ex ingeniero de una genialidad propia de ingenieros que hacen honor al apelativo que se les aplica por sólo obtener un título universitario, soporta la presencia de siete hijos hacinados en un espacio de poco más de treinta metros cuadrados; escuincles que huelen a bestias, que no conocen el sol, que han producido un idioma que sólo ellos entienden y que nunca han sentido el calor del sol de verano, ni han visto la nieve, ni han contemplado correr el agua del Danubio, caudaloso río navegable del que sólo los separan algunos pocos kilómetros… y esas paredes tan anchas que construyó su abuelo, el abuelo que los engendró cuando violó a su madre, esa desconsolada y sucia mujer de mirada perdida.

Algunos metros arriba de donde existen a su pesar seres humanos reducidos a animales, la vieja de la resignada imagen clava su mirada en su adusto marido. Quizá piensa en su hija perdida. ¿Por qué se fue Elizabeth de la casa? A pesar de que han pasado ya veinticuatro años, la anciana no logra olvidar a su niña, ni pierde esperanza de que algún día ésta vuelva a casa, como el hijo pródigo de la Biblia, como ella quisiera que se presentara, pidiendo una segunda oportunidad y un perdón por el incomprensible abandono del hogar paterno.

Nada sospecha Rosemarie. No obstante sus utópicas esperanzas, sabe que Elizabeth no volverá. Sólo le intriga y le martilla la cabeza, varias veces al día, la contundente frase escrita del puño de su hija años atrás: “No volveré más. No me busquen, no indaguen; hasta nunca.”

El viejo arruga el periódico y se levanta de su asiento. – voy a dar un paseo –, le dice a Rosemarie. Camina hacia la puerta de la sala y desaparece tras de ella. Poco sabe Rosemarie. Nada sospecha.

Elizabeth vuelve a temblar cuando escucha que la puerta maciza de su prisión se mueve tras los pitidos del candado electrónico cuya clave sólo conoce el viejo. Entre drogada y confundida, aterrada e incrédula, maldiciendo en silencio su suerte, comprende que ya sólo le pertenece a su padre.

Llueve afuera con persistencia. Rosemarie no se cuestiona el porqué de la afición de su marido a salir siempre a caminar, aunque la lluvia aleje a los prudentes de las calles. Una violación más de las miles acontecidas a lo largo de los años se perpetra bajo sus pies mientras ella contempla con desgano las blancas paredes de su casa en la Klosterstrasse. Nada sospecha Rosemarie.

Maclovio Colunga. Ciudad de México, febrero de 2012.

miércoles, febrero 01, 2012

Instrucciones para emitir una discreta flatulencia


Nota: Las flatulencias son, por antonomasia, antisociales. Tenga usted mucho cuidado de no llevar a la práctica el procedimiento que se describe a continuación a menos que las circunstancias no le dejen ver otra salida.

Nota 2: Hay que recordar que existen momentos en los que una persona común y corriente puede emitir flatulencias con todo desparpajo y sin temor a una represión hostil por parte de la comunidad. Estos momentos son básicamente aquellos ratos en los que uno se encuentra en soledad, o en un lugar tan concurrido que sería imposible a los demás presentes señalar al flatulento como culpable de la emisión del céfiro estigmatizante (una discoteca, por ejemplo, o una manifestación multitudinaria de electricistas desempleados). Por lo anterior, el lector juzgará los casos en que estas instrucciones resulten aplicables.

Sección (A)

Para emitir una discreta flatulencia, usted deberá primeramente asegurarse de la magnitud de la misma. Esto no será nunca posible saberlo a ciencia cierta, pero siempre se podrá tratar de adivinar. Usted también deberá intentar predecir, para efectos de saber cómo comportarse después, si la flatulencia será tonante o no.

Antes de disponerse a emitir su flatulencia opte por encontrarse sentado. Esta disposición del físico – con el cabús en una silla y las piernas flexionadas cómodamente – permitirá retrasar la salida del aire del sur algunos momentos más. En caso de que usted se encuentre de pie y sin ninguna posibilidad de asumir otra posición, diríjase a la Sección (B) de este instructivo. Si usted está hincado (en algún acto religioso, por ejemplo) la situación compromete más todavía, y las instrucciones correspondientes deberá buscarlas en algún otro lugar porque a nosotros todavía no se nos ha ocurrido nada.

La necesidad de emitir una flatulencia – que para algunos incautos puede tener consecuencias funestas – suele incrementarse en la medida en que aumenta la falta de confianza con el entorno. Muy a menudo esta necesidad se presenta en una comida, y con cierta frecuencia cuando uno está por tomar el postre o el café. En estos casos, procure no estar monopolizando la conversación. En la medida de lo posible, provoque un argumento que acalore, para que los comensales suban el tono de voz –lo anterior como precaución, por si la flatulencia resulta ser de características sonoras – y para que se distraigan y se entretengan en otra cosa, en lo que usted continúa concentrándose en su procedimiento.

Siempre apriete usted el chasís lo más que pueda. Las flatulencias, en algunas ocasiones, pueden arrepentirse de su salida. Desgraciadamente esto rara vez ocurre, por lo que si usted no es lo suficientemente afortunado deberá estar listo para obedecer este instructivo a cabalidad.

Nos encontramos en el punto en el que la salida de la flatulencia es ya inminente. Usted se ha asegurado de no ser el foco de atención de la conversación y de que los demás comensales estén discutiendo intensamente sobre si la actuación de Pedro Infante fue mejor en “Los tres García” o en “Dos tipos de cuidado”. Sonría y asienta como si estuviera de acuerdo con lo que afirma la persona que está hablando. Con mucho desenfado y con la mayor naturalidad, discretamente levante su petaca izquierda del asiento. Basta con que logre una separación, entre la silla y su piel, de un centímetro y medio. No hace falta más. Para lograr esta distancia, apoye un poco más el zapato izquierdo sobre el tapete – nadie deberá notarlo – y recargue su codo izquierdo sobre la mesa, a la vez que descansa su barbilla sobre la palma de su mano izquierda, simulando el gesto de quien está maravillado con la conversación. Para mayor eficiencia, procure torcer levemente la cadera mientras hace todo lo anterior. Libere a la flatulencia justo en ese momento. Es importante recalcar que todos estos movimientos deberán hacerse casi de forma simultánea, pues si los realiza de manera escalonada seguramente volverá a atraer la atención de los demás comensales y se pondrá en desafortunada evidencia.

Sección (B)

Estas instrucciones aplican en caso de que usted se encuentre de pie, con hartas ganas de despojarse de una incómoda flatulencia, y en medio de un ambiente social tenso. En este caso las instrucciones son relativamente simples. Supongamos que usted está participando en una conversación con otras tres personas. Usted deberá con toda permisividad dejar que la flatulencia se desenvuelva como es para ella natural. Sus movimientos deben seguir siendo pausados y tranquilos. Por ningún motivo haga aspaviento alguno que pudiera levantar suspicacias. Luego, espere alrededor de cinco segundos para cerciorarse de que la flatulencia esté ya en el ambiente. Pasado este lapso, finja una llamada telefónica que parezca muy urgente y retírese con estudiada premura. Es de suma relevancia que no lleve consigo a la flatulencia. A continuación, usted deberá ir a un rincón de la sala o a la terraza – si es que la hay – a atender su llamada ficticia. Deje pasar un par de minutos, y luego vuelva a la sala e incorpórese a un grupo nuevo. Es trascendental que no vuelva al grupo del que se alejó originalmente, aquel en el que debió haberse quedado rondando la flatulencia que usted abandonó, so pena de ser presa de miradas que le quieran culpar de la pesadumbre del aire.

Acerca de mí

COSAMOSTRA es el heterónimo colectivo de 7 que se encontraron por azar, se reunen por necedad y han decidido escribir por necesidad.
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