lunes, febrero 06, 2012

El falo del diablo en un sótano oscuro


"Te he puesto en el centro del mundo para que puedas mirar más fácilmente a tu alrededor y veas todo lo que contiene. No te he creado ni celestial ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que seas libre educador y señor de ti mismo, y te des por ti mismo tu propia forma. Tú puedes degenerar hasta el bruto, o, en libre elección, regenerarte hasta lo divino. Sólo tú tienes un desarrollo que depende de tu voluntad y engendras en ti los gérmenes de toda vida".

Carta de Dios Padre a Pico della Mirandola


Llueve afuera desde hace varios días, quizá semanas. El frío habría hecho pensar que una lluvia tan pertinaz sería improbable, y sin embargo los meteorólogos siempre se equivocan. Al igual que los economistas, pasan parte de su tiempo en explicar lo que va pasar, y otra significativa parte en explicar what went wrong y por qué las predicciones – tan meticulosamente analizadas, tomando en consideración todas las variables – no se verificaron en la realidad.

La pequeña ciudad de Amstetten no puede ser más aburrida. Con sus casitas clasemedieras perfectamente alineadas una al lado de la otra, con sus jardincitos clasemedieros dando la bienvenida al interior amaderado a visitantes inasistentes; con sus chimeneas clasemedieras humeando aquí y allá; con su típica y clasemediera falta de personalidad. Los desastres de la guerra – Goya vivió otra igualmente horrible a la Segunda Gran Guerra, con ahorcados, despedazados, descuartizados y desmembrados –, no sólo se reflejan en la muerte y la destrucción, en las mutilaciones y los desconsuelos de los que son desprendidos de hijos y madres, sino en la horrible necesidad posterior de reconstruir lo milenario… siempre con el mal gusto de quien impone lo eficiente.

Los jardincitos se mojan y amanecen ya no con rocío, sino empapados y encharcados aquí y allá. Tal vez en un par de meses deje de llover, para que el clima dé paso a la nieve. No hay remedio. La depresión es inevitable, a pesar de que todas las necesidades alimenticias y demás temas fisiológicos estén perfectamente cubiertos y atendidos.

En el interior de la casa blanca marcada por fuera con el número 25 de la Klosterstrasse reina una paz aparente. Dentro no hay lluvia, y los techos bien sellados por un ex ingeniero de una genialidad propia de ingenieros que hacen honor al apelativo que se les aplica por sólo obtener un título universitario aíslan por completo el desquiciante y constante ruido que provocan las gotas gruesas de agua al golpetear contra las superficies.

En sendos sillones reclinables de la única sala de la limpia casa están sentados un hombre bien vestido, de cuidado bigote blanco y repeinados pelos bien tupidos y cortados con disciplina, y una señora de faz resignada, dueña de una de esas gorduras contundentes y rollizas propias de los que comen papas y harinas para soportar los crueles fríos de los inviernos inclementes. Su conversación es la natural en un matrimonio bien constituido de hijos que se fueron años ha; un matrimonio nunca destrozado por furias y recelos, por rabietas y traiciones, por pasiones y lujurias. La conversación de los que se casaron porque había que casarse, y esperan morir juntos. La conversación silenciosa de los viejos que se han cansado de vivir.

El viejo tiene un nombre que se puede olvidar; ella también. Nadie los visita, y la resignación al tedio impera en la casa. Leyendo el periódico local, él ignora a la señora que contempla el vacío, quizá recordando tiempos mejores, o posiblemente esperando morir para acabar con la desesperante tranquilidad.

A Elizabeth, sin embargo, todo esto le queda demasiado lejos. Recluida en un sótano frío, construido para esconderla ahí hace veinticuatro años por su padre, un ex ingeniero de una genialidad propia de ingenieros que hacen honor al apelativo que se les aplica por sólo obtener un título universitario, soporta la presencia de siete hijos hacinados en un espacio de poco más de treinta metros cuadrados; escuincles que huelen a bestias, que no conocen el sol, que han producido un idioma que sólo ellos entienden y que nunca han sentido el calor del sol de verano, ni han visto la nieve, ni han contemplado correr el agua del Danubio, caudaloso río navegable del que sólo los separan algunos pocos kilómetros… y esas paredes tan anchas que construyó su abuelo, el abuelo que los engendró cuando violó a su madre, esa desconsolada y sucia mujer de mirada perdida.

Algunos metros arriba de donde existen a su pesar seres humanos reducidos a animales, la vieja de la resignada imagen clava su mirada en su adusto marido. Quizá piensa en su hija perdida. ¿Por qué se fue Elizabeth de la casa? A pesar de que han pasado ya veinticuatro años, la anciana no logra olvidar a su niña, ni pierde esperanza de que algún día ésta vuelva a casa, como el hijo pródigo de la Biblia, como ella quisiera que se presentara, pidiendo una segunda oportunidad y un perdón por el incomprensible abandono del hogar paterno.

Nada sospecha Rosemarie. No obstante sus utópicas esperanzas, sabe que Elizabeth no volverá. Sólo le intriga y le martilla la cabeza, varias veces al día, la contundente frase escrita del puño de su hija años atrás: “No volveré más. No me busquen, no indaguen; hasta nunca.”

El viejo arruga el periódico y se levanta de su asiento. – voy a dar un paseo –, le dice a Rosemarie. Camina hacia la puerta de la sala y desaparece tras de ella. Poco sabe Rosemarie. Nada sospecha.

Elizabeth vuelve a temblar cuando escucha que la puerta maciza de su prisión se mueve tras los pitidos del candado electrónico cuya clave sólo conoce el viejo. Entre drogada y confundida, aterrada e incrédula, maldiciendo en silencio su suerte, comprende que ya sólo le pertenece a su padre.

Llueve afuera con persistencia. Rosemarie no se cuestiona el porqué de la afición de su marido a salir siempre a caminar, aunque la lluvia aleje a los prudentes de las calles. Una violación más de las miles acontecidas a lo largo de los años se perpetra bajo sus pies mientras ella contempla con desgano las blancas paredes de su casa en la Klosterstrasse. Nada sospecha Rosemarie.

Maclovio Colunga. Ciudad de México, febrero de 2012.

No hay comentarios.:

Acerca de mí

COSAMOSTRA es el heterónimo colectivo de 7 que se encontraron por azar, se reunen por necedad y han decidido escribir por necesidad.
Ratings por Outbrain