En las tierras donde el sol espera, sale la luna a diario y se meten las estrellas a cobijarse tras del manto de ocres tonos. Nada asoma. Todo esconde. Todo muere, pero de a poco. En el tildado melonzuelo de la noche, los hijoeputas danzan al son de la trastienda, y la trastienda corroe, y lo corrosivo amarga, y la amargura depura cuando lo depurado ha quedado ya presa del pánico de aquellos que estuvieron muertos, que revivieron, que siguieron quejándose del dolor de muelas que les provocara infartos, para luego acomodarse en un sillón forrado de terciopelo color verde botella, las patas largas enfundadas en calcetines de seda y opera pumps lustrosas descansadas en taburetes de desgastado cuero en capitón.
Las golfas, desnudas de un pecho pero cubriendo de sutil manta transparente el otro – más fláccido aún – son retratadas por Otto Dix, que menea el hábil pincel sobre la tela, enojado, angustiado ante la degeneración tan presente; molesto por poseer el conocimiento de la decadencia; abrumado por el estupor de la frivolidad, y amargado por maldita la culpa de todo ello. Un talento más que surge de la contradicción del mundo que avanza como cangrejo, del universo de los miopes que contiene tan sólo lo evidente a corta vista, lo que siendo para ellos lo esencial, para los sabios equivale a aquello que merece ser esparcido por el limbo del olvido con un soplido de desdén.
Otto Dix, que pinta a las putas y bosqueja decadentes rostros de burgueses barrigones revestidos de atuendos ridículos, se lame el bigote que, por no estar ahí, falla en adornarle el labio superior – donde normalmente adornan los bigotes, que para los de nariz ganchuda fungen como plumones que subrayan, connotando lo pantagruelesco – : luego saldrá del estudio, furioso, a seguir observando el sórdido espectáculo del Berlín de entreguerras, espacio deleznable en donde los que han sobrevivido a la horrenda tragedia se sumen en una nueva, más despreciable aún que los desastres de la guerra napoleónica que Goya criticara con su también amargado pincel, con sus carbones y con sus sombras y sus luces jugando entre ventanas y muros de
Afortunadamente, se dice el pintor, riendo cual hechicera de cuentos que se relatan para asustar infantes malogrados, vendrá otro terrible encontronazo de ejércitos bestiales, vendrán más bombardeos (inimaginables aún), y volverá a explotar el incontenible odio que se profesan los únicos seres que Dios, habiéndolos creado a su imagen y semejanza, hizo dignos de ser destruidos por sí mismos hasta las últimas consecuencias.
En los pasajes, lúgubres túneles que conectan los espacios abiertos de la ciudad dolida, cunden el miedo, el temor y el pavor; entre vómitos de olores que serán recordados, se revuelcan borrachos que están mejor que los que no han bebido ajenjo, porque se alejan de lo incontemplable. Lo que perturba no es problema de ellos ahora, pero lo será cuando la curda les invada cada nervio y les haga temblar y les recuerde la vida que no merece ser vivida, y les ponga de nuevo en el escenario de lo que ya no vale la pena descifrar, porque se ha podrido por completo. Otto Dix contempla el espectáculo grotesco de los hombres cubiertos de sombreros de copa, fieltros moldeados sobre cuero, empolvados y añejos, que balancean bastones pretenciosos en sus muñecas y se pasean enganchados de los antebrazos, ajenos a la desventura humana que pulula entorno a ellos. Los miserables mueren de hambre, los tullidos de dolor, los cercenados de gangrena, las meretrices de males desconocidos y los niños huérfanos de olvido, mientras distantes y risueños los burgueses se pasean camino a la siguiente farra en el próximo burdel que les abra las piernas.
Nada asoma y todo esconde. ¿Qué diría Ensor? Quizá haya dicho todo, con sus pinturas de aceite que formaron calaveras, máscaras, carnes descompuestas y sangre de obispos corruptos en telas coloreadas de burla, de desprecio, de preferencia por lo ausente, ante la presencia de tanta inverosimilitud y tan variopinta humanidad nefanda. Y el círculo se cierra para volver a repetir la historia en el infame punto ya vivido.
Siglo veinte cambalache, problemático y febril, el que no llora no mama y el que no afana es un gil – al terminar la frase conocida, una alta escultura de carne pálida y hueso firme refunfuña: “odio a los que terminan las frases preconcebidas” – y los descartables asienten, porque siempre hacen lo mismo cuando creen que pueden solidarizarse con quien tiene el coraje de hacer afirmaciones que ellos tienen miedo de proferir. James Ensor se carcajea, histérico, en su decepción ante el panorama desprovisto de bondad e invadido de egoísmo, y Dix se mete en su estudio, cuarenta años más tarde, para seguir plasmando en lienzos que huelen a bilis las escenas de una decadencia que terminará por repetirse ad infinitum, como si la misma mereciera ser recordada para gloria y eternidad de la naturaleza infame de lo humano.