viernes, abril 13, 2012

De Sísifo, o sobre el tedio eterno


Hace un frío terrible al pie de la montaña. Seguramente estará nevando en las alturas. Sísifo considera esto un instante, pero se ríe amargamente cuando recuerda que a él ya no le importa: a menos que se le antoje, nunca tendrá que volver a subir hasta la cima empujando la pesada piedra sobre la que ahora, vencido por el destino, se sienta a esperar un alivio a su condición. El cuerpo de Perséfone, que había recibido la encomienda de los dioses de descarnarle el lomo a latigazos cada que pretendiera descansar, hace muchas décadas que se convirtió en un fino polvo que los vientos difuminaron inmediatamente alrededor de la montaña. Los dioses también han muerto, aunque ellos nunca pensaron que esta irregularidad en sus naturalezas podría llegar a ocurrir –la característica más curiosa de las irregularidades, precisamente, es su elemento inesperado– y Sísifo vive abandonado a las faldas de un triste cerro. No lo visita nadie, pues nadie existe ya aparte de él.

Como ha sucedido invariablemente cada uno de los incontables días de cada uno de los innumerables años de cada uno de los múltiples siglos que lleva ahí sentado, a Sísifo le vuelve a la mente el último viaje que hizo a la cima de esa topografía en el fondo del Tártaro. El trámite, en su ausencia de sentido, se había vuelto ya mecánico: empujaba su piedra cuesta arriba hasta casi llegar a la cima, pero cuando estaba por alcanzar el final la piedra resbalaba y volvía hasta el origen. Entonces Sísifo, desalentado pero a la vez conocedor de su ineludible suerte, volvía a bajar hasta las faldas de la montaña a empezar otra vez con la frustrante y fútil tarea. Aquel último trayecto lo llevó a cabo sin sentir un solo latigazo. No había volteado atrás, pero de cualquier forma trató de no descansar mucho para evitar los flagelos. Pensaba que tal vez la reina del inframundo se había distraído, aunque eso nunca había sucedido en el pasado. Sísifo se sintió profundamente solo esa última ocasión que desanduvo ese camino tantas veces recorrido. No dio crédito a sus ojos cuando, al pararse junto a la piedra que había quedado inmóvil en su rodar, descubrió que Perséfone yacía sin vida algunos metros más adelante. Su rostro estaba congelado, las facciones contorsionadas en una mueca de dolor, y su cuerpo rígido como el de un artrítico. Se sorprendió al darse cuenta de lo vieja que era. Desde ese momento estaría solo en el Tártaro, y sus ojos brillaron una vez más albergando la esperanza de una tercera fuga.

Ahora que la vejez no lo podía matar y que, suponiendo que lo matara, no lo enviaría a ningún otro lugar, se lamentaba de su amargo destino. Años atrás, ansioso por volver a escuchar la voz de los otros hombres, había ido en busca de Tántalo; pero mil veces se había topado con que los otros lugares habían dejado de existir. Deseoso de platicarle a alguien sus desventuras, había gritado el nombre de Prometeo; pero el eco le había devuelto una y otra vez su voz desde la oscuridad que lo rodeaba. Arrepentido de su falta de deferencia para con los dioses, había pedido perdón a Zeus, esperando que éste se apiadara de él y lo mandara de vuelta a la tierra: Zeus tampoco había respondido a sus devotas oraciones. No había tardado mucho en darse por vencido y sentarse a esperar que la eternidad también acabase para él.

Desde hacía muchos años, el antiguo rey y fundador de Éfira, el inclemente salteador de caminos, el astuto zorro que había encadenado a la muerte y engañado a la soberana del Hades, se había resignado a esperar con paciencia un cambio en el orden de las cosas, y el aburrimiento no lograba asesinarlo porque los muertos ya no se mueren.

Sin quererlo así, los dioses habían castigado a Sísifo con el peor de los tormentos: lo habían hecho víctima del tedio eterno.

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COSAMOSTRA es el heterónimo colectivo de 7 que se encontraron por azar, se reunen por necedad y han decidido escribir por necesidad.
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