Serie: Retratos de Maria Font (II)
Este fin de semana acompañé a Maria Font a un museo. El lector podrá detenerse en este punto y pensar que lo que viene es la derrama de romanticismo decimonónico que en pluma de un posmoderno es tan fatigosa como una tarta de pueblo en algún quince años merenguero. Pero no es el caso por el momento. Maria Font merece un poema que todavía no termina de suceder (los poemas para escribirse primero tienen que suceder). Así que guardo la crónica del fin de semana que me regaló y aprovecho el espacio que ya se abrió en su curiosidad para algunos apuntes sobre la gente que va a los museos.
Abomino lo vulgar. Y pocas cosas denotan más vulgaridad que estar ante lo sublime y no darse cuenta (la frase no es mía pero como si lo fuera). En ese sentido, a veces pienso que los museos son monumentos a la paradoja de la condición humana: Se expone lo mejor de la civilización y asiste lo peor de la misma. Y lo peor no es la ignorancia, sino las ganas de entretenerse sin cultivarse; la masa que asiste si muchos asisten; el deseo frenético de la foto del recuerdo sin recuerdo.
La obra de arte es cíclope para algunos y caleidoscopio para otros. Los colores o hipnotizan o marean. Las formas o causan vértigo o dan sueño. Los espacios entre cada marco o pedestal recuerdan los abismos insondables del alma humana, o los callos de unos zapatos que no fueron hechos para caminar.
Por eso a veces me sorprende gente que lee pocos letreros y mira demasiado a las obras. Y no me refiero a quedarse viendo un letrero horas en alguna pretenciosa galería para que luego te indiquen que solo es el baño. De quien hablo es de los que miran admirando los detalles, pues saben que en los detalles esta el corazón de todo arte… o no está.
El colmo de lo cursi sería decir que con las personas es lo mismo. Pero ustedes perdonarán que lo afirme, porque este texto, en realidad, no es sobre arte, ni sobre los museos, tampoco de mi esnobismo o mi vasconcelismo adulterado. Es sobre Maria Font, aunque no lo parezca, aunque todo lo demás -el mundo y yo mismo- seamos mero pretexto.
Rafael Tobias