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Foto tomada por Tijuanej
“¡Me gusta lamer cariño!”
Lamer es, y seguirá siendo, la mejor forma de comer muchas cosas. Laméis un helado, algún chocolate. También laméis el coño de las mujeres y algunos tíos más avezados, el culo y las nalgas. Laméis el cuello, el vientre, las tetas, las piernas. ¡Joder!, qué parte externa del cuerpo no es posible lamer. Las manos, los pies, la lengua, las mejillas, los párpados, hasta los ojos.
La semana pasada me encontré una tía que era experta en lenguas. Lamía por la mañana, por la noche, en el bar, en el café, en la banca del parque, en la playa. Sofía lame y lame bien, que no por nada escribo sobre ella. Cada vez que quería penetrarla, porque las caricias de su lengua, habían logrado su cometido me decía que esperara, me decía: “Lorenzo, ¡me gusta lamer cariño! Déjate hacer y luego me cuentas”. Y ahí estaba yo, tendido panza arriba sobre la cama, con una tía lo más complaciente. Y cómo decirle que no a su lengua, que aunque dominaba el castellano, la muy maja sabía explotar su jugoso músculo sobre mi cuerpo. Yo insistía: “¡Para Sofi! ¡Joder que si no paras me corro en tu boca!”. Y la guapa se estremecía y movía más su lengua como retándome a que le cumpliera el milagro y mi semilla acabara en su estómago.
Sofía gustaba también del peligro. Mira que lamerme mientras mi madre servía el café, no es cosa fácil. Yo no presento mis conquistas a mi madre, porque las conquistas son eso: un polvo, tal vez dos, y a la mierda, que el conocimiento exige diversidad. Pero en el caso de Sofía, no fue un polvo, ni dos, ni tres. Sofía lamía. Virtuosa de la lengua, porque curiosamente había estudiado letras, vino a la Universidad Lorenziana a hacer su doctorado; y yo, que soy un tío comprometido con el aprendizaje, pues no dejé de enseñarle lo que sabía. Me contaba que desde la adolescencia la muy guarra se dedicaba a lamer, que no le importaba otra cosa, que si perdió la virginidad a los diecinueve, fue porque desde los quince lamía y se dejaba lamer, pero no más, que había que conservar la pureza. La virginidad la perdió con un profesor de literatura sudamericana: “Lástima de su pene tan chiquito, Lorenzo, porque en lo demás era un verdadero maestro”, me decía. Yo había quedado impresionado, porque después de tanto lamer, le quedaban fuerzas para hablar y entonces me contaba de cuando era niña o de las clases que había tomado, me contaba de la novela que estaba escribiendo pero sin entrar en detalles, porque aún no la tenía suficientemente clara: “Pero de que tu sales, sales; que no por nada te lo cuento. Además cariño, te he agarrado aprecio y me gustas para uno de los principales”. Yo le decía que quería joder mucho en su novela y que si era con ella mejor.
Sofía se quedó todo el verano en mi departamento. “No me arrepiento bonita, del tiempo que pasé contigo”. Casi me volvía monógamo cuando se metía mi miembro en la boca. Nada más importaba y paradójicamente, todo se hacía más importante. Con el miembro acariciado por esa lengua, era como penetrar el culo de todas las mujeres del mundo y ante mis ojos desfilaban los mejores coños. Cuando abría los ojos, Sofía me miraba sin dejar de lamerme y yo sólo podía alimentarla y redituarle con la misma moneda y entonces le metía la lengua y ella se corría. Sofía fue la poesía recitada de un verano, yo sólo escribí entre sus labios.
Lorenzo Matias