Cuando estuvo seguro de que el museo había quedado cerrado y que ya no había nadie en todo el palacio, Vincenzo Perugia, miembro de la cuadrilla de mantenimiento del museo del Louvre, salió de su escondite y se dirigió a la sala dedicada al arte de los grandes maestros del Renacimiento. Sin mucho preámbulo, se acercó al cuadro que representaba a la mujer de la rara sonrisa y, ayudándose de ciertas herramientas que había preparado para el efecto, desprendió el pedazo de madera del marco con harto cuidado y se lo puso bajo el brazo para empezar a caminar rumbo a la salida que daba a la calle de Rivoli, por donde salió con toda tranquilidad.
jueves, junio 21, 2012
El marqués de Valfierno: ladrón refinado
Cuando estuvo seguro de que el museo había quedado cerrado y que ya no había nadie en todo el palacio, Vincenzo Perugia, miembro de la cuadrilla de mantenimiento del museo del Louvre, salió de su escondite y se dirigió a la sala dedicada al arte de los grandes maestros del Renacimiento. Sin mucho preámbulo, se acercó al cuadro que representaba a la mujer de la rara sonrisa y, ayudándose de ciertas herramientas que había preparado para el efecto, desprendió el pedazo de madera del marco con harto cuidado y se lo puso bajo el brazo para empezar a caminar rumbo a la salida que daba a la calle de Rivoli, por donde salió con toda tranquilidad.
sábado, abril 21, 2012
viernes, abril 13, 2012
De Sísifo, o sobre el tedio eterno
Hace un frío terrible al pie de la montaña. Seguramente estará nevando en las alturas. Sísifo considera esto un instante, pero se ríe amargamente cuando recuerda que a él ya no le importa: a menos que se le antoje, nunca tendrá que volver a subir hasta la cima empujando la pesada piedra sobre la que ahora, vencido por el destino, se sienta a esperar un alivio a su condición. El cuerpo de Perséfone, que había recibido la encomienda de los dioses de descarnarle el lomo a latigazos cada que pretendiera descansar, hace muchas décadas que se convirtió en un fino polvo que los vientos difuminaron inmediatamente alrededor de la montaña. Los dioses también han muerto, aunque ellos nunca pensaron que esta irregularidad en sus naturalezas podría llegar a ocurrir –la característica más curiosa de las irregularidades, precisamente, es su elemento inesperado– y Sísifo vive abandonado a las faldas de un triste cerro. No lo visita nadie, pues nadie existe ya aparte de él.
Como ha sucedido invariablemente cada uno de los incontables días de cada uno de los innumerables años de cada uno de los múltiples siglos que lleva ahí sentado, a Sísifo le vuelve a la mente el último viaje que hizo a la cima de esa topografía en el fondo del Tártaro. El trámite, en su ausencia de sentido, se había vuelto ya mecánico: empujaba su piedra cuesta arriba hasta casi llegar a la cima, pero cuando estaba por alcanzar el final la piedra resbalaba y volvía hasta el origen. Entonces Sísifo, desalentado pero a la vez conocedor de su ineludible suerte, volvía a bajar hasta las faldas de la montaña a empezar otra vez con la frustrante y fútil tarea. Aquel último trayecto lo llevó a cabo sin sentir un solo latigazo. No había volteado atrás, pero de cualquier forma trató de no descansar mucho para evitar los flagelos. Pensaba que tal vez la reina del inframundo se había distraído, aunque eso nunca había sucedido en el pasado. Sísifo se sintió profundamente solo esa última ocasión que desanduvo ese camino tantas veces recorrido. No dio crédito a sus ojos cuando, al pararse junto a la piedra que había quedado inmóvil en su rodar, descubrió que Perséfone yacía sin vida algunos metros más adelante. Su rostro estaba congelado, las facciones contorsionadas en una mueca de dolor, y su cuerpo rígido como el de un artrítico. Se sorprendió al darse cuenta de lo vieja que era. Desde ese momento estaría solo en el Tártaro, y sus ojos brillaron una vez más albergando la esperanza de una tercera fuga.
Ahora que la vejez no lo podía matar y que, suponiendo que lo matara, no lo enviaría a ningún otro lugar, se lamentaba de su amargo destino. Años atrás, ansioso por volver a escuchar la voz de los otros hombres, había ido en busca de Tántalo; pero mil veces se había topado con que los otros lugares habían dejado de existir. Deseoso de platicarle a alguien sus desventuras, había gritado el nombre de Prometeo; pero el eco le había devuelto una y otra vez su voz desde la oscuridad que lo rodeaba. Arrepentido de su falta de deferencia para con los dioses, había pedido perdón a Zeus, esperando que éste se apiadara de él y lo mandara de vuelta a la tierra: Zeus tampoco había respondido a sus devotas oraciones. No había tardado mucho en darse por vencido y sentarse a esperar que la eternidad también acabase para él.
Desde hacía muchos años, el antiguo rey y fundador de Éfira, el inclemente salteador de caminos, el astuto zorro que había encadenado a la muerte y engañado a la soberana del Hades, se había resignado a esperar con paciencia un cambio en el orden de las cosas, y el aburrimiento no lograba asesinarlo porque los muertos ya no se mueren.
Sin quererlo así, los dioses habían castigado a Sísifo con el peor de los tormentos: lo habían hecho víctima del tedio eterno.
martes, marzo 20, 2012
Otto Dix: en las tierras donde el sol espera
En las tierras donde el sol espera, sale la luna a diario y se meten las estrellas a cobijarse tras del manto de ocres tonos. Nada asoma. Todo esconde. Todo muere, pero de a poco. En el tildado melonzuelo de la noche, los hijoeputas danzan al son de la trastienda, y la trastienda corroe, y lo corrosivo amarga, y la amargura depura cuando lo depurado ha quedado ya presa del pánico de aquellos que estuvieron muertos, que revivieron, que siguieron quejándose del dolor de muelas que les provocara infartos, para luego acomodarse en un sillón forrado de terciopelo color verde botella, las patas largas enfundadas en calcetines de seda y opera pumps lustrosas descansadas en taburetes de desgastado cuero en capitón.
Las golfas, desnudas de un pecho pero cubriendo de sutil manta transparente el otro – más fláccido aún – son retratadas por Otto Dix, que menea el hábil pincel sobre la tela, enojado, angustiado ante la degeneración tan presente; molesto por poseer el conocimiento de la decadencia; abrumado por el estupor de la frivolidad, y amargado por maldita la culpa de todo ello. Un talento más que surge de la contradicción del mundo que avanza como cangrejo, del universo de los miopes que contiene tan sólo lo evidente a corta vista, lo que siendo para ellos lo esencial, para los sabios equivale a aquello que merece ser esparcido por el limbo del olvido con un soplido de desdén.
Otto Dix, que pinta a las putas y bosqueja decadentes rostros de burgueses barrigones revestidos de atuendos ridículos, se lame el bigote que, por no estar ahí, falla en adornarle el labio superior – donde normalmente adornan los bigotes, que para los de nariz ganchuda fungen como plumones que subrayan, connotando lo pantagruelesco – : luego saldrá del estudio, furioso, a seguir observando el sórdido espectáculo del Berlín de entreguerras, espacio deleznable en donde los que han sobrevivido a la horrenda tragedia se sumen en una nueva, más despreciable aún que los desastres de la guerra napoleónica que Goya criticara con su también amargado pincel, con sus carbones y con sus sombras y sus luces jugando entre ventanas y muros de
Afortunadamente, se dice el pintor, riendo cual hechicera de cuentos que se relatan para asustar infantes malogrados, vendrá otro terrible encontronazo de ejércitos bestiales, vendrán más bombardeos (inimaginables aún), y volverá a explotar el incontenible odio que se profesan los únicos seres que Dios, habiéndolos creado a su imagen y semejanza, hizo dignos de ser destruidos por sí mismos hasta las últimas consecuencias.
En los pasajes, lúgubres túneles que conectan los espacios abiertos de la ciudad dolida, cunden el miedo, el temor y el pavor; entre vómitos de olores que serán recordados, se revuelcan borrachos que están mejor que los que no han bebido ajenjo, porque se alejan de lo incontemplable. Lo que perturba no es problema de ellos ahora, pero lo será cuando la curda les invada cada nervio y les haga temblar y les recuerde la vida que no merece ser vivida, y les ponga de nuevo en el escenario de lo que ya no vale la pena descifrar, porque se ha podrido por completo. Otto Dix contempla el espectáculo grotesco de los hombres cubiertos de sombreros de copa, fieltros moldeados sobre cuero, empolvados y añejos, que balancean bastones pretenciosos en sus muñecas y se pasean enganchados de los antebrazos, ajenos a la desventura humana que pulula entorno a ellos. Los miserables mueren de hambre, los tullidos de dolor, los cercenados de gangrena, las meretrices de males desconocidos y los niños huérfanos de olvido, mientras distantes y risueños los burgueses se pasean camino a la siguiente farra en el próximo burdel que les abra las piernas.
Nada asoma y todo esconde. ¿Qué diría Ensor? Quizá haya dicho todo, con sus pinturas de aceite que formaron calaveras, máscaras, carnes descompuestas y sangre de obispos corruptos en telas coloreadas de burla, de desprecio, de preferencia por lo ausente, ante la presencia de tanta inverosimilitud y tan variopinta humanidad nefanda. Y el círculo se cierra para volver a repetir la historia en el infame punto ya vivido.
Siglo veinte cambalache, problemático y febril, el que no llora no mama y el que no afana es un gil – al terminar la frase conocida, una alta escultura de carne pálida y hueso firme refunfuña: “odio a los que terminan las frases preconcebidas” – y los descartables asienten, porque siempre hacen lo mismo cuando creen que pueden solidarizarse con quien tiene el coraje de hacer afirmaciones que ellos tienen miedo de proferir. James Ensor se carcajea, histérico, en su decepción ante el panorama desprovisto de bondad e invadido de egoísmo, y Dix se mete en su estudio, cuarenta años más tarde, para seguir plasmando en lienzos que huelen a bilis las escenas de una decadencia que terminará por repetirse ad infinitum, como si la misma mereciera ser recordada para gloria y eternidad de la naturaleza infame de lo humano.
martes, febrero 28, 2012
2am
jueves, febrero 23, 2012
El moro del velo blanco
Al tintorero enmascarado, ahora que hago memoria, sí lo vi alguna vez. Esa noche no sólo estaba él. Todo sucedió afuera de una iglesia. Parece que era en el pueblo de San Miguel el Alto. ¿El templo? La parroquia de San Miguel Arcángel. Daban misa de gallo, a eso de las doce de la noche – a juzgar por las campanadas que se sucedieron al compás, rítmicas, cadenciosas – y una calma chicha reinaba, omnipotente, en el aire caliente.
Dice el cuento asiático que iba el hombre siempre acompañado de dos ciegos, que habían osado contemplarlo en la cara y por su desfachatez habían sido castigados. El profeta – continúa diciendo la historia pasada gracias a la tradición oral – era de un rostro blanco deslumbrante, que cegaba e incluso mataba si uno se afanaba demasiado en observar a través de ojos vaciados de color. Se cubría la faz con una manta de seda virgen, y le colgaban a modo de tientos piedras preciosas de jade, de rubí, madreperlas y pedazos simétricamente tallados de resplandeciente concha nácar.
El ciego del puerto del sur habló una vez de Hákim de Merv, pero ese vivió muchos años atrás. Al que yo vi lo encontré antes de que Allende se levantara en armas, pero no mucho antes. La primera década del año de 1800 corría, y estoy seguro de que no pudo haber sido después. ¿Un impostor de otro impostor? Seguramente. Las ilusiones de los pueblos por ver vueltos a los que prometían mejores futuros y que desaparecieron en condiciones misteriosas – como Sebastián el deseado, el Rey Arturo de Inglaterra o Federico Barbarroja – provocan solamente la germinación de leyendas. Desgraciadamente, siempre la verdad es más cruda, más llana e infinitamente más decepcionante.
Yo miraba desde una posición sesgada, pero con la cercanía suficiente para entender los murmullos, para discernir las palabras y para escuchar lo que ascendentemente se convertía en jaleo. El hombre del misterio iba vestido modestamente: unos harapos grisáceos y sucios, acomodados como Dios le había dado a entender, le cubrían el cuerpo que se adivinaba escuálido. El velo blanco, que debía ser de un material tan fino como la seda, para permitirle ver los escalones que se le presentaban, no tenía adorno alguno. Los ciegos que lo acompañaban se colgaban cada uno de un brazo, como hacen los ciegos para poder avanzar sin riesgo. Fue el padre prior – el que debía serlo – quien primero habló. Le retó por andar cubierto al pretender entrar a la casa del Señor; el hombre respondió en acento que podía ser mudéjar, o quizá del norte del África, que él veneraba a Alá. El cura insistió en que en las Españas eso ya no existía, y que Dios era uno y trino; el moro, incólume y flanqueado por sus ciegos, se mantuvo serio y dijo que no comulgaba con ello, que no había más dios que Alá, y que Mahoma era su profeta. Se armó la rebatinga; los curas empezaron a empellones; el ciego se desplazaba con suaves movimientos, esquivando los embistes, y al mismo tiempo conservando el apoyo a sus invidentes. El padre que acompañaba al prior aprovechó un momento en que éste lanzó un manotazo al hombro siniestro del moro para arrancarle el velo de la cara. Lo que siguió fue pasmo, y la calma chicha de la noche se acentuó.
El asco me orilló a entrar en el templo. Recé por el infeliz leproso, por los ciegos que no lo eran, y por los curas que habían sido temerarios e irrespetuosos de la fe ajena. Recé también por la obligación que debía cumplirse: el Santo Oficio juzgaba a quien no seguía los mandatos impuestos a sus fieles. Recé, por último, por que Dios perdonara mi cobardía. En el fondo de la nave, un Cristo de marfil me contemplaba con gesto que recriminaba mi presencia.
No quise salir antes de que la misa terminara y que los feligreses se ausentaran. Sentado en una de las bancas laterales, poco a poco me fui quedando dormido. Un rayo de luz que entraba en diagonal por los altos marcos de las puertas de encino me despertó cuando pretendía empezar a tostarme la cara.
Cuando salí a la plaza y me espabilé, advertí la presencia de varios indios que hablaban entre ellos, azorados, con el volumen murmullado que caracteriza el hablar de estas gentes. La plancha se iba llenando de curiosos; la gente se asomaba por los balcones; los carros de tiro se detenían, y yo entendí tarde por qué. Del laurel más alto del cuadro principal colgaban sin ondear los cuerpos sangrantes, cercenados de masculinidad, de dos curas desnudos.
Maclovio Colunga, San Pedro Tlaquepaque, febrero de 2012.
martes, febrero 21, 2012
La causa remota de la existencia del redentor
lunes, febrero 06, 2012
El falo del diablo en un sótano oscuro
"Te he puesto en el centro del mundo para que puedas mirar más fácilmente a tu alrededor y veas todo lo que contiene. No te he creado ni celestial ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que seas libre educador y señor de ti mismo, y te des por ti mismo tu propia forma. Tú puedes degenerar hasta el bruto, o, en libre elección, regenerarte hasta lo divino. Sólo tú tienes un desarrollo que depende de tu voluntad y engendras en ti los gérmenes de toda vida".
Carta de Dios Padre a Pico della Mirandola
Llueve afuera desde hace varios días, quizá semanas. El frío habría hecho pensar que una lluvia tan pertinaz sería improbable, y sin embargo los meteorólogos siempre se equivocan. Al igual que los economistas, pasan parte de su tiempo en explicar lo que va pasar, y otra significativa parte en explicar what went wrong y por qué las predicciones – tan meticulosamente analizadas, tomando en consideración todas las variables – no se verificaron en la realidad.
La pequeña ciudad de Amstetten no puede ser más aburrida. Con sus casitas clasemedieras perfectamente alineadas una al lado de la otra, con sus jardincitos clasemedieros dando la bienvenida al interior amaderado a visitantes inasistentes; con sus chimeneas clasemedieras humeando aquí y allá; con su típica y clasemediera falta de personalidad. Los desastres de la guerra – Goya vivió otra igualmente horrible a
Los jardincitos se mojan y amanecen ya no con rocío, sino empapados y encharcados aquí y allá. Tal vez en un par de meses deje de llover, para que el clima dé paso a la nieve. No hay remedio. La depresión es inevitable, a pesar de que todas las necesidades alimenticias y demás temas fisiológicos estén perfectamente cubiertos y atendidos.
En el interior de la casa blanca marcada por fuera con el número 25 de
En sendos sillones reclinables de la única sala de la limpia casa están sentados un hombre bien vestido, de cuidado bigote blanco y repeinados pelos bien tupidos y cortados con disciplina, y una señora de faz resignada, dueña de una de esas gorduras contundentes y rollizas propias de los que comen papas y harinas para soportar los crueles fríos de los inviernos inclementes. Su conversación es la natural en un matrimonio bien constituido de hijos que se fueron años ha; un matrimonio nunca destrozado por furias y recelos, por rabietas y traiciones, por pasiones y lujurias. La conversación de los que se casaron porque había que casarse, y esperan morir juntos. La conversación silenciosa de los viejos que se han cansado de vivir.
El viejo tiene un nombre que se puede olvidar; ella también. Nadie los visita, y la resignación al tedio impera en la casa. Leyendo el periódico local, él ignora a la señora que contempla el vacío, quizá recordando tiempos mejores, o posiblemente esperando morir para acabar con la desesperante tranquilidad.
A Elizabeth, sin embargo, todo esto le queda demasiado lejos. Recluida en un sótano frío, construido para esconderla ahí hace veinticuatro años por su padre, un ex ingeniero de una genialidad propia de ingenieros que hacen honor al apelativo que se les aplica por sólo obtener un título universitario, soporta la presencia de siete hijos hacinados en un espacio de poco más de treinta metros cuadrados; escuincles que huelen a bestias, que no conocen el sol, que han producido un idioma que sólo ellos entienden y que nunca han sentido el calor del sol de verano, ni han visto la nieve, ni han contemplado correr el agua del Danubio, caudaloso río navegable del que sólo los separan algunos pocos kilómetros… y esas paredes tan anchas que construyó su abuelo, el abuelo que los engendró cuando violó a su madre, esa desconsolada y sucia mujer de mirada perdida.
Algunos metros arriba de donde existen a su pesar seres humanos reducidos a animales, la vieja de la resignada imagen clava su mirada en su adusto marido. Quizá piensa en su hija perdida. ¿Por qué se fue Elizabeth de la casa? A pesar de que han pasado ya veinticuatro años, la anciana no logra olvidar a su niña, ni pierde esperanza de que algún día ésta vuelva a casa, como el hijo pródigo de
Elizabeth vuelve a temblar cuando escucha que la puerta maciza de su prisión se mueve tras los pitidos del candado electrónico cuya clave sólo conoce el viejo. Entre drogada y confundida, aterrada e incrédula, maldiciendo en silencio su suerte, comprende que ya sólo le pertenece a su padre.
Llueve afuera con persistencia. Rosemarie no se cuestiona el porqué de la afición de su marido a salir siempre a caminar, aunque la lluvia aleje a los prudentes de las calles. Una violación más de las miles acontecidas a lo largo de los años se perpetra bajo sus pies mientras ella contempla con desgano las blancas paredes de su casa en
Maclovio Colunga. Ciudad de México, febrero de 2012.
miércoles, febrero 01, 2012
Instrucciones para emitir una discreta flatulencia
Nota: Las flatulencias son, por antonomasia, antisociales. Tenga usted mucho cuidado de no llevar a la práctica el procedimiento que se describe a continuación a menos que las circunstancias no le dejen ver otra salida.
Nota 2: Hay que recordar que existen momentos en los que una persona común y corriente puede emitir flatulencias con todo desparpajo y sin temor a una represión hostil por parte de la comunidad. Estos momentos son básicamente aquellos ratos en los que uno se encuentra en soledad, o en un lugar tan concurrido que sería imposible a los demás presentes señalar al flatulento como culpable de la emisión del céfiro estigmatizante (una discoteca, por ejemplo, o una manifestación multitudinaria de electricistas desempleados). Por lo anterior, el lector juzgará los casos en que estas instrucciones resulten aplicables.
Sección (A)
Para emitir una discreta flatulencia, usted deberá primeramente asegurarse de la magnitud de la misma. Esto no será nunca posible saberlo a ciencia cierta, pero siempre se podrá tratar de adivinar. Usted también deberá intentar predecir, para efectos de saber cómo comportarse después, si la flatulencia será tonante o no.
Antes de disponerse a emitir su flatulencia opte por encontrarse sentado. Esta disposición del físico – con el cabús en una silla y las piernas flexionadas cómodamente – permitirá retrasar la salida del aire del sur algunos momentos más. En caso de que usted se encuentre de pie y sin ninguna posibilidad de asumir otra posición, diríjase a la Sección (B) de este instructivo. Si usted está hincado (en algún acto religioso, por ejemplo) la situación compromete más todavía, y las instrucciones correspondientes deberá buscarlas en algún otro lugar porque a nosotros todavía no se nos ha ocurrido nada.
La necesidad de emitir una flatulencia – que para algunos incautos puede tener consecuencias funestas – suele incrementarse en la medida en que aumenta la falta de confianza con el entorno. Muy a menudo esta necesidad se presenta en una comida, y con cierta frecuencia cuando uno está por tomar el postre o el café. En estos casos, procure no estar monopolizando la conversación. En la medida de lo posible, provoque un argumento que acalore, para que los comensales suban el tono de voz –lo anterior como precaución, por si la flatulencia resulta ser de características sonoras – y para que se distraigan y se entretengan en otra cosa, en lo que usted continúa concentrándose en su procedimiento.
Siempre apriete usted el chasís lo más que pueda. Las flatulencias, en algunas ocasiones, pueden arrepentirse de su salida. Desgraciadamente esto rara vez ocurre, por lo que si usted no es lo suficientemente afortunado deberá estar listo para obedecer este instructivo a cabalidad.
Nos encontramos en el punto en el que la salida de la flatulencia es ya inminente. Usted se ha asegurado de no ser el foco de atención de la conversación y de que los demás comensales estén discutiendo intensamente sobre si la actuación de Pedro Infante fue mejor en “Los tres García” o en “Dos tipos de cuidado”. Sonría y asienta como si estuviera de acuerdo con lo que afirma la persona que está hablando. Con mucho desenfado y con la mayor naturalidad, discretamente levante su petaca izquierda del asiento. Basta con que logre una separación, entre la silla y su piel, de un centímetro y medio. No hace falta más. Para lograr esta distancia, apoye un poco más el zapato izquierdo sobre el tapete – nadie deberá notarlo – y recargue su codo izquierdo sobre la mesa, a la vez que descansa su barbilla sobre la palma de su mano izquierda, simulando el gesto de quien está maravillado con la conversación. Para mayor eficiencia, procure torcer levemente la cadera mientras hace todo lo anterior. Libere a la flatulencia justo en ese momento. Es importante recalcar que todos estos movimientos deberán hacerse casi de forma simultánea, pues si los realiza de manera escalonada seguramente volverá a atraer la atención de los demás comensales y se pondrá en desafortunada evidencia.
Sección (B)
Estas instrucciones aplican en caso de que usted se encuentre de pie, con hartas ganas de despojarse de una incómoda flatulencia, y en medio de un ambiente social tenso. En este caso las instrucciones son relativamente simples. Supongamos que usted está participando en una conversación con otras tres personas. Usted deberá con toda permisividad dejar que la flatulencia se desenvuelva como es para ella natural. Sus movimientos deben seguir siendo pausados y tranquilos. Por ningún motivo haga aspaviento alguno que pudiera levantar suspicacias. Luego, espere alrededor de cinco segundos para cerciorarse de que la flatulencia esté ya en el ambiente. Pasado este lapso, finja una llamada telefónica que parezca muy urgente y retírese con estudiada premura. Es de suma relevancia que no lleve consigo a la flatulencia. A continuación, usted deberá ir a un rincón de la sala o a la terraza – si es que la hay – a atender su llamada ficticia. Deje pasar un par de minutos, y luego vuelva a la sala e incorpórese a un grupo nuevo. Es trascendental que no vuelva al grupo del que se alejó originalmente, aquel en el que debió haberse quedado rondando la flatulencia que usted abandonó, so pena de ser presa de miradas que le quieran culpar de la pesadumbre del aire.
lunes, enero 30, 2012
Toda belleza tiene caducidad menos la locura.
¡Instante sagrado y fugaz, detente, eres tan hermoso! ¡Dame la eternidad!
Fausto
(I parte)
Hace unos días hablé con Ovidio Pastora. El poeta escribe un manuscrito en la capital imperial y togada de los bárbaros del norte. Lo invitó la universidad de Georgetown a repensar a ciertos teóricos de la condición humana. Se ha entretenido con Hanna Arendt y su concepto del mal banal. Estudiar al mal, afirma, es como construir un edificio pero al revés. Dejas los acabados al interior y la primera vista son los cimientos, esa obra negra, terrible pero necesaria.
¿Es el mal necesario? La pregunta ofende, la necesidad sólo se da en el ser y el mal es la ausencia de ser. Baratijas metafísicas me dice Pastora, como poeta mi verdadera intención es la apariencia de todo esto, la forma, la estética pues. El mal ¡vaya que tiene estética! me avienta en cara. No me gusta hablar del tema, los abismos de la condición humana me traen escalofríos.
Cae la tarde y es viernes, y la tarde de mi estudio en Coyoacán es demasiado cálida. Le pregunto por su dama y me refiere como siempre a un poema. Uno de tantos que le ha escrito ese día en un rato de ocio mientras olvidaba a Arendt. Que terrible es desmenuzar un poema me dice. Uno empieza a leerlo y el disfrute está en terminarlo. Estudiar sus estrofas y sus síncopas es como destazar a la musa. ¿A poco no es así todo el arte? Tomemos la danza, sólo mientras se baila existe. O la música, cuya presencia se anuncia en verdad cuando los sonidos y silencios se queman en el deseo. Lo demás es academia, teoría, anteojos y ojeras, cosas feas. Acostumbrados demasiado a ver, pensamos que mirar el arte en la pintura y la escultura es quedarse quietos. Nada más alejado, es luz que juega y le habla en todos los susurros del espectro a las pupilas. Secretamente sabemos que todo arte es infinito, no porque no acabe sino porque sólo vive en el presente.
Me dice Ovidio Pastora: El poema sólo existe mientras lo leemos. Como el beso, o como el suspiro… como la muerte, que se presiente sólo mientras se vive.
Cont…
Rafael Tobias
viernes, enero 27, 2012
Poemas japoneses a la muerte...
lunes, enero 23, 2012
Contra los tiranos de la Lengua
domingo, enero 22, 2012
El ítem de la negritud... y un comentario sobre los despiadados esclavos-amos
Alexandre Dumas padre (hijo del general Thomas Alexandre Davy de
Su condición de mulato en los altos círculos sociales y literarios de
Un día un infame, creyéndose ingenioso, lo enfrentó de forma (no tan) veladamente ofensiva:
- Por cierto, querido maestro, usted debe saber bastante de negros…-
- ¡Pero claro! – respondió en el acto el literato – mi padre era un mulato, mi abuelo un negro, y mi bisabuelo un simio. Como puede usted ver, mi familia comienza donde la de usted termina –.
No sé francamente, pues yo no estaba ahí, quien habrá podido animarse después, en esa misma velada, a decirle al mulato escritor algo acerca de sus pelos tan cambujos…
Antes de recordar lo que a continuación se describe, conviene sin duda afirmar que la esclavitud (incluso en nuestros días, cuando legalmente ha sido abolida en gran parte del globo, y que a pesar de ello sigue partiendo los corazones de muchos infelices) debe ser, en cualquiera de sus manifestaciones, sólida y firmemente combatida... aunque decir esto sea tan perogrullesco como esgrimir que hay un derecho humano a manifestar las opiniones; y que, más en el sentido de lo nuestro, hay pocas cosas tan dignas de vergüenza en la historia de la humanidad como esa afición milenaria de los hombres por privar a sus iguales de la libertad... una de las pocas cosas - junto con las flores - por las que vale la pena vivir.
Alejo Carpentier, impecable escritor cubano de origen francés, relata en "El reino de este mundo", muy a su fantástico, particular y embrujador modo, las peripecias vividas por un ex esclavo negro de Haití al momento en que la isla es tomada por los negros, y el poder de forma súbita arrancado a los franceses por quien después se convertiría en el rey Christophe; aquel mismo rey Christophe que formaría una irrisoria y efímera corte de nobles negros (blanco de carcajada de los círculos contemporáneos de París); aquel que avocaría gran parte de su reinado a construir un castillo inalcanzable en lo alto de una montaña -por esclavos nuevos: ex esclavos de blancos, nuevos esclavos de un rey negro antillano-.
La queja que Carpentier pone en labios de uno de los personajes centrales de la novela es, como poco, escandalosa; el reclamo es de igual forma, a su vez, revelador de que quizá Rousseau se equivocaba un ápice, y que el ser humano está lejos de ser en su esencia un bon sauvage:
"... Peor aún [dice un esclavo al momento en que maldice su suerte], pues había una infinita misera en la de verse apaleado por un negro, tan negro como uno, tan belfudo y pelicrespo, tan narizñato como uno; tan igual, tan mal nacido, tan marcado a hierro, posiblemente, como uno..."
Me dan ganas de ser más contundente, ahora que transcribo de nuevo esta desconsoladora frase del genio cubano, sobre la posición de don Jean Jacques Rousseau (padre desnaturalizado, él mismo, de niños atados a patas de mesas de palo), y se me antoja decir que no es que el suizo quizá se equivocara sobre la bondad del hombre. Me place afirmar que -y que se me perdone la ausencia de modestia - el autor del Contrato social se encontró en su postura en el centro del error: la maldad del ser humano puede alcanzar horizontes insondables.
Acerca de mí
- La Cosa Mostra
- COSAMOSTRA es el heterónimo colectivo de 7 que se encontraron por azar, se reunen por necedad y han decidido escribir por necesidad.